Audio tomado de https://noises.online
ANTÍTESIS
Fernando B. Oviedo
I
Hace ya dos meses que el verano terminó, y desde entonces, ha dejado de llover. Ahora, en otoño, los cultivos permanecen menos tiempo bajo el sol, y la temperatura disminuye paulatinamente conforme el invierno se aproxima. El verde de las praderas junto a las flores regadas aleatoriamente, hace un mes que dejaron de captar los nutrientes del suelo que la temporada les otorga; se han ido destiñendo poco a poco sus colores en matices opacos. Ahora solo queda el viento, la presencia constante de la vida humana que ve pasar las estaciones una y otra vez y el recuerdo del verano. Ese recuerdo que es la cicatriz de lo que antes fue, una marca que revive constantemente el pasado cuando se le pisa o mira: el pasto seco, las flores marchitas y una que otra semilla que se entierra sin querer y se protege bajo la tierra ya cansada.
Poco antes del invierno, los frutos de los cultivos anuales son cosechados para extraer de ellos las semillas. Los empaques donde anteriormente permanecían dos, tres o diez de ellas ahora se mezclarán en frascos y sobres para permanecer a la espera de la siguiente temporada. Una semilla que parecía única y especial, se mezclará con cientos, miles y millones de su misma especie para volverse una sola. Es un proceso que pasa de lo individual a lo colectivo y de lo colectivo a la unidad. Cuando se guardan estas están amontonadas, vulnerables a los agentes externos que buscan alimento; permanecen en un estado de quietud y se hallan imposibilitadas para crecer. Sin embargo, y muy raramente, una de ellas acelera su ciclo de forma accidentada para perecer prematuramente, sin siquiera haber conocido la libertad natural. Al marchitarse su existencia queda relegada a ser simple polvo, tierra, abono y alimento, todo en escala diminuta.
Aquella mañana los habitantes de la casa se levantaron a realizar sus actividades en medio de un fuerte viento que movía los árboles del valle. Los pájaros, por primera vez en varios meses, no visitaron el pórtico donde se alimentaban de los comederos que les dejan cada mañana. El viento podía más que sus alas, las hojas se desprendían de las ramas y se quedaban suspendidas en el aire, incapaces de caer al suelo, perturbadas en un movimiento brusco, más que violento, y a lo lejos se veía cómo algunas semillas se desprendían, cómo las frutos caían al suelo y se estrellaban. Las semillas ya estaban secas, listas para dejar el lugar donde crecieron. Asustados y preocupados porque sus sagradas semillas no perecieran, los cuatro habitantes de la casa salieron a recolectarlas, cada uno con sus cabellos recogidos para que no fueran molestia en su tiempo de trabajo. Caminaban sin preocupación a que sus cabellos se desprendieran -sentimiento contrario al que llegaba a ellos cuando veían las semillas perderse en la tierra-, pues cada mañana estaban acostumbrados a verse al espejo y encontrarse con cabellos rubios, castaños, negros y pelirrojos. En cambio, las semillas esas, sí que las veían una sola vez en la temporada, algunas, inclusive, cada dos años. Una semilla desperdiciada pesaba más que un cabello que vuelve a crecer inmediatamente. Se dirigían todos al jardín para cosechar las que aún quedaban de las habas de manchas blancas y sangrías. Cada uno llevaba en sus manos un recipiente de cristal transparente donde depositaría las semillas para apilarlas con otras más. Se veía en sus rostros la emoción de comenzar la etapa final de lo que comenzaron esta primavera.

II
Estoy encerrada en un envase de cristal transparente. Soy de las pocas que quedaron a la orilla, pero posiblemente seré la única con la posibilidad de ver el entorno. Lo veo todo: la luz que entra por las ventanas, el desorden de este cuarto húmedo donde hay charolas, tierra y otras semillas. Muchas de ellas a quienes no conozco porque permanecemos aisladas cuando crecemos, encerradas en nuestra fruta, y solo salimos de ella -o solíamos hacerlo- cuando un fuerte viento nos tira al suelo o un animal nos come para luego desecharnos. Nunca nos vemos salvo cuando aleatoriamente quedamos la una al lado de la otra. Cuando estamos por volvernos semilla, solamente nos comunicamos con las que comparten espacio con nosotras, y he de decir que somos pocas, tres, cuatro o cinco quizá. En cambio, en este espacio donde permanezco tengo contacto con desconocidas todo el tiempo. Nos han encerrado a la fuerza, sin darnos la oportunidad de preguntarnos si queríamos estar aquí con otras más. En todo esto, lo único que tenemos en común, además de lo más evidente, es que cada una es una historia. Al llegar aquí, nos marcaron con fecha y nombre. Compartimos, pues, el mismo espacio y categoría dentro de la historia.
Extraño el verano, cuando apenas era joven, tierna, verde y sin costra. El amanecer era húmedo, un tanto frío y ventoso también; pero conforme el día avanzaba y el sol nos alumbraba, conforme se acerca al cenit y se alejaban, sentíamos el calor nosotras, quizá éramos unas cuatro. Crecíamos con lo que recibíamos de la tierra. Nos encontrábamos nutridas, con la fuerza necesaria para crecer hacia arriba cuando todo nos jala hacia abajo, naturalmente. Ahora que llego a este espacio me cuestiono nuestra creencia, especialmente porque veo tierra en el piso mezclada con abono. Puedo imaginar muchas cosas. Cuando se es una semilla una imagina todo el tiempo: el estar grávida y lista para germinar, crecer, florecer y secarse lentamente; pero esto que veo aquí ya no juega con la imaginación, sino con los hechos, las cosas que son y se pueden percibir. Supongo, mejor dicho, que todo lo que tengo frente a mí es como un laboratorio, una abstracción de mi espacio natural donde crece todo a un tiempo a destiempo, aceleradamente. Aquí reina la recreación, la simulación que vuelve de lo natural una abstracción. Lo que de aquí sale lo recibimos nosotras en los jardines, es lo que nos alimenta y no lo que creíamos, lo aleatorio del entorno natural. Alguien habrá de decir que somos dichosas de no sufrir por alimento, pero yo le pregunto ¿es el alimento un accidente o un determinismo?
Eran mejores los tiempo cuando estábamos nosotras solas, cuando crecíamos en nuestro espacio y lo único que esperábamos era caer accidentadamente al suelo. Todos los días nos preguntábamos si llegaríamos a crecer afuera de la cascara que nos cubría, y si lo llegábamos a hacer: ¿seríamos capaces de florecer además? Y si suponíamos que sí florecíamos nos preguntábamos: ¿qué tan buenas serían las semillas que produciremos? Y ahí se acababan nuestras preguntas de fantasía y emoción. Nosotras terminábamos de imaginar y suponer, para poder dejarle a otras más la tarea que efectuábamos en ese momento. Cada vez que queríamos llegar más allá, recordábamos que seríamos algún día plantas, que nuestro destino, si ese era el nuestro, era germinar, desarrollar nuestras raíces y tallos, esperar el buen tiempo para florecer, atraer polinizadores, producir semillas y solo eso. Luego, como último paso, prepararnos para desvanecernos y mezclarnos con la tierra nuevamente, y así nutrirla para las siguientes generaciones.
En este espacio tan lleno de nosotras mismas, soportando nuestro peso, apenas entramos nosotras. Estamos encerradas viendo por la ventana la luz solar, con ganas de crecer porque esa es nuestra naturaleza. Pero en su lugar, estamos encerradas y somos observadas. Mi existencia, la existencia de una bella semilla, es mejor cuando estoy en mi fruta, en solitario y privacidad. Aquí, en cambio, estoy ante los ojos de todos y me convierto en un objeto que adoración para los humanos. Escriben conmigo la historia, me convierten en un medio, el pretexto para hacer de las voces palabras escritas. Desearía que no me vieran, quisiera permanecer como ya lo estaba, y que, en su lugar, me dejaran fuera de la historia. Me lleno de nostalgia, pues, de permanecer privada, ausente de historia, de ser una sola.
III
Otra semilla que se encuentra en el recipiente, a punto de ser guardada, efectúa la misma reflexión.

La fotografía fue tomada por David Cavagnaro y pertenece a Fernando B. Oviedo
Fernando B. Oviedo
Escritor permanente en El Revólver. Revista Literaria. Actualmente estudiante de economía en UNAM C.U.
El texto es de su propia autoría.
Las fotografías oríginales fueron tomadas por David Cavagnaro. Los slides pertenecen a Fernando B. Oviedo.